Las paradojas
En general, una paradoja es un enunciado que afirma un problema filosófico sorprendente, o enunciado que afirma, sin más, algo que razonablemente va contra la opinión común. En un sentido más estricto, un enunciado aparentemente absurdo deducido como conclusión válida de premisas aceptables, o también pares de enunciados contradictorios a los que se llega mediante razonamientos aparentemente correctos. Con todo, una definición estricta de paradoja no es probablemente posible, puesto que la diversidad de familias o grupos que pueden diferenciarse es muy amplio, siendo un concepto abarca desde un simple enunciado sorprendente hasta auténticas paradojas, inicialmente irreductibles a los principios de la lógica o de la ciencia.
Existen paradojas desde el comienzo de la historia del pensamiento, como es el caso de las paradojas de Zenón, y la paradoja del mentiroso, de la que se dice que causó la muerte por agotamiento, de tanto pensar en ella, del gramático y lógico Filetas de Cos.
Su importancia y utilidad se han puesto de manifiesto sobre todo cuando la resolución de algunas de ellas, por ejemplo, la llamada paradoja de Russell, de 1901, provocó una verdadera crisis en la teoría lógica y en la teoría de conjuntos y, en general, en la fundamentación de la matemática. Muchas de ellas, por otra parte, han obligado a replantear diversos supuestos lógicos o científicos, o a reflexionar sobre determinados conceptos filosóficos fundamentales.
Según una clasificación que se atribuye a Peano y a Ramsey, se dividen en «sintácticas» y «semánticas». Las primeras comprenden las paradojas lógicas y matemáticas, o sobre teoría de conjuntos, y en general problemas de carácter sintáctico y matemático; las segundas se refieren a problemas que se derivan de conceptos tales como «verdad», «designación», «lenguaje», etc. Las primeras ponen de manifiesto un problema matemático o lógico, mientras que las segundas suponen problemas de lenguaje, razón por la cual se las llama también «lingüísticas». Entre las más importantes del primer grupo están, por ejemplo, la paradoja de Russell, la de Burali-Forti, o la paradoja de Cantor, y, entre las del segundo, la paradoja del mentiroso, o la de Grelling. Quine las clasifica, por su parte, en «verídicas», «falsídicas» y «antinomias». Una paradoja verídica es aquella que supuestamente establece que algo que parece absurdo es verdadero, pero que deja de parecerlo cuando se la interpreta correctamente; la paradoja del barbero es un ejemplo de paradoja verídica. Una paradoja falsídica es aquella que establece algo que no sólo parece absurdo sino también falso, por lo que la paradoja se resuelve mostrando el fallo o el error lógico o científico; por ejemplo, algunas de las paradojas de Zenón son (ahora, quizá no en su tiempo) paradojas falsídicas. Una antinomia presenta tal contradicción interna que, por un lado, tiene una conclusión inaceptable, pero, por el otro, somos incapaces de descubrir en dónde se halla el error; un ejemplo de «antinomia» lo constituye la paradoja de Grelling.
Historia de las paradojas
Las primeras paradojas conocidas son la citadas por Aristóteles, y reciben el nombre de paradojas de Zenón. Zenón de Elea, discípulo de Parménides, del s. V a.C., divulgó las teorías de su maestro sobre la imposibilidad del movimiento y del cambio, contra la opinión de los pitagóricos sobre la pluralidad y contra la afirmación de Heráclito de que «todo cambia», con famosas argumentaciones paradójicas contra el movimiento, las más conocidas de las cuales son la paradoja de Aquiles y la tortuga, la de la dicotomía, la de la flecha en vuelo, la paradoja del estadio y la del montón, y el argumento contra la pluralidad.
Entre los megáricos, continuadores de la escuela eleática y de Sócrates y antecesores de los estoicos, Eubúlides de Megara propuso famosas paradojas conocidas con el nombre de paradoja del montón (o «sorites») y la paradojas del mentiroso. También estas paradojas nos han sido transmitidas por los escritos de Aristóteles. Todas ellas estaban al servicio de la dialéctica y de la lógica. Los autores medievales, sobre todo a partir del s. XIV, continuaron la tradición megárico-estoica en sus discusiones dialécticas sobre los insolubilia, o también impossibilia, nombres que aplican a los argumentos paradójicos de los antiguos. Las antinomias kantianas pueden considerarse también razonamientos con conclusiones paradójicas, si bien son más epistemológicas que lógicas. En la edad moderna, al intentar fundamentar la matemática en la lógica, aparecieron cierto numero de problemas paradójicos que amenazaron la posibilidad misma de esta fundamentación. En ellos se vieron envueltos principalmente autores tan importantes como Cantor, Dedekind, Russell y Frege. En orden cronológico de aparición, hay que citar entre las principales: la paradoja de Burali-Forti (1897), o del máximo número ordinal, la paradoja de Cantor o del máximo número cardinal (hallada en 1895, publicada en 1932), la paradoja de Russell (1903), la paradoja de la denotación, también de Russell (1905), la paradoja de Grelling (1908), el dilema o paradoja del barbero, de Russell (1918), la paradoja de la confirmación, de Hempel (1945) y la paradoja de Goodman, también llamada del «verzul» (1955). En las más actuales teorías de la decisión, donde hay que tener en cuenta valores, se presentan también paradojas, clasificadas en este caso como psicológicas, aunque de claro contenido lógico, como es el caso del dilema del prisionero o el llamado problema de Newcomb.
No hay que equivocar las paradojas con los paralogismos, que son un razonamiento falso, razonamiento formalmente erróneo que, a diferencia del sofisma o de la falacia no requiere voluntariedad de engañar. Su apariencia de validez induce a error. Según Kant, la razón humana se ve inducida por su propia naturaleza a cometer determinados paralogismos, que llama trascendentales razonando engañosamente acerca de determinados temas. El principal de estos engaños forzosos, fuente de todos los demás, está en confundir la necesidad lógica de suponer un «yo pienso» que ha de dar unidad a toda la vida mental con la existencia de un yo personal, o un alma sustancia simple.
Según define Immanuel Kant, en “los paralogismos de la razón” :“El paralogismo lógico es la incorrección del silogismo desde el punto de vista de su forma, sea cual sea su contenido. Un paralogismo trascendental posee un fundamento trascendental consistente en que induce a inferencias formalmente incorrectas. Así, pues, semejante falacia tiene que basarse en la naturaleza de la razón humana y conllevar una ilusión inevitable, aunque no insoluble”.(Crítica de la razón pura, Dialéctica trasc., libro 2, cap. 1, B 399 -Alfaguara, Madrid 1988, 6ª ed., p. 328).
Paradoja de Burali-Forti
La primera de las paradojas modernas, publicada por Cesare Burali-Forti, en 1987, que junto con la paradoja de Russell y la paradoja de Cantor, constituyen el grupo pincipal de las paradojas en teoría de conjuntos. Muy parecida a la de Cantor (paradoja del número cardinal máximo), se la llama también paradoja del número ordinal máximo. Si se ordena el conjunto de todos los números ordinales el resultado es también un conjunto bien ordenado. El ordinal de este conjunto debe ser mayor que cualquier ordinal dentro del conjunto. Y así, el conjunto de todos los conjuntos debe tener un ordinal mayor que el de cualquier subconjunto. Pero no puede serlo, porque, por definición, el conjunto inicial de números ordenados ya contiene dicho ordinal.
Paradoja de Cantor
Paradoja matemática publicada por G. Cantor en 1932, pero descubierta por él en 1905, que hace de la noción del «conjunto de todos los conjuntos» una noción contradictoria. El conjunto potencia (el conjunto de los subconjuntos de un conjunto), por un teorema del propio Cantor, es mayor que su propio conjunto. Pero el conjunto de todos los conjuntos debe incluirlo como subconjunto propio. Por tanto, el conjunto potencia es y no es mayor que su propio conjunto.
Paradoja de Goodman
Paradoja introducida por el filósofo americano pragmatista Nelson Goodman (n. 1906), y que pertenece al grupo de las llamadas paradojas de la confirmación. Si suponemos que «verzul» es un adjetivo que puede aplicarse siempre que: 1) algo sea examinado antes del tiempo t y sea de color verde, o que 2) algo sea examinando después del tiempo t y sea de color azul, entonces, suponiendo que nos hallamos en un tiempo posterior a t, toda esmeralda examinada hasta este momento es, según la predicción que hemos hecho basada en observaciones, tanto verde como verzul. La inducción nos permite suponer que las esmeraldas examinadas más tarde serán verdes; pero, por las mismas observaciones y teniendo en cuenta la definición de verzul, la inducción nos permiten suponer que serán también azules. La inducción permite predecir ambas cosas. ¿Por qué, pues, nos decidimos a suponer que «todas las esmeraldas son verdes» y no que «todas las esmeraldas son verzules»? ¿Con qué criterios decidimos los predicados con que proyectamos el futuro? Con esta paradoja, expone Goodman el llamado nuevo problema de la inducción, que no versa tanto sobre la dificultad de justificar que el futuro es semejante al pasado, sino en la de justificar los términos que eligimos para remitirnos al futuro.
Paradoja de Grelling
Una de las paradojas semánticas debidas a la autorreferencia. Kurt Grelling (1886-1942) presentó en 1908 la paradoja que surge tras distinguir entre adjetivos homológicos, o autológicos, esto es, aplicables a sí mismos, y heterológicos, o adjetivos no aplicables a sí mismos, y preguntarse si el adjetivo heterológico es él mismo heterológico. Si lo es, entonces no es aplicable a sí mismo y, por consiguiente, no es heterológico; si no lo es, es aplicable a sí mismo y, por lo tanto, es heterológico. Lo mismo sucede con otros adjetivos, como «impredicable», o «no verdadero de sí mismo». (Dou. A.: “Fundamentos de la matemática”. Labor. Madrid. 1974).
Paradoja de Hempel
Una de las paradojas de la confirmación, también llamada paradoja de los cuervos, basada en los problemas que presenta la inducción al confirmarse, mediante la presentación de casos singulares, lo que enuncia la hipótesis general. Se fundamenta en el principio lógico que permite que lo que es confirmación de una hipótesis cualquiera sea también confirmación de la hipótesis equivalente. La hipótesis «Todos los cuervos son negros» tiene como hipótesis equivalente su contrapositiva: «Todo lo que no es negro no es un cuervo»; y puesto que, por el principio de equivalencia, lo que es confirmación de una es también confirmación de la otra, y como que, por el criterio de Nicod (tal como lo interpreta Hempel), las cosas que no son ni negras ni cuervos son irrelevantes para la primera hipótesis, tenemos la paradoja de que lo que en principio es irrelevante para una hipótesis es confirmación de otra equivalente, de modo que la primera hipótesis queda (lógicamente) confirmada por la observación de casos de «objetos no negros que no sean cuervos», por ejemplo «cisnes» o «zapatos blancos» (igual como queda confirmada por la observación de «cuervos negros»). La paradoja está en confirmar verdades sobre cuervos hablando de algo irrelevante para la hipótesis. La utilidad de la paradoja está en que llama la atención acerca de un excesivo interés en buscar pruebas confirmadoras de hipótesis.
Paradojas de Zenón
Primeras paradojas de la historia del pensamiento, atribuidas a Zenón de Elea, y transmitidas sobre todo a través de la Física de Aristóteles. Discípulo de Parménides, hasta hijo adoptivo o quizá amante, Zenón divulgó la idea de la imposibilidad del movimiento, o del cambio, mediante diversos razonamientos sofísticos y argumentaciones paradójicas, de las cuales las más conocidas son cuatro (pero, al parecer, llegaron a ser más de cuarenta), basadas todas ellas en el argumento (o argumentos) contra la pluralidad: la paradoja de Aquiles y la tortuga, la paradoja de la dicotomía, la de la flecha en vuelo, y la paradoja del estadio.
1. Argumento contra la pluralidad.
Zenón se opone a la pluralidad y a la divisibilidad de las cosas, tal como la entendían los pitagóricos, con diversos argumentos, transmitidos por fragmentos conservados, sobre todo, en la Física de Aristóteles y los Comentarios a la física de Aristóteles de Simplicio. Tanto el espacio como las cosas mismas no pueden ser ni divisibles ni plurales; a los ojos de la razón no existen «muchas» cosas, y todo es «uno». En efecto, las cosas no son divisibles, porque, si lo fueran, o estarían formadas por elementos infinitamente divisibles e inextensos o de un número finito de elementos extensos. En el primer caso, la cosa misma entera carecería de extensión, porque lo infinitamente pequeño -según Zenón, que desconocía la suma finita de una serie de valores infinitamente pequeños- es igual a cero. En el segundo caso, la cosa entera misma sería infinitamente grande, porque, ¿qué puede separar dos elementos finitos? Otros elementos finitos. Y éstos, a su vez, ¿cómo pueden separarse? Por otros elementos finitos, y así hasta el infinito (no se conocía aún el vacío). Infinito número de elementos finitos separados dan un total, para cualquier cosa, de dimensiones infinitas. El argumento tiende a mostrar que, supuesta la pluralidad y la divisibilidad, se llega a conclusiones contrarias (elementos finitos, elementos infinitos; cosas inextensas, cosas de dimensiones infinitas), ambas rechazables. El mundo es, pues, pese a las apariencias, uno, continuo, compacto, tal como decía Parménides.
En la base de esta argumentación, está el hecho de que Zenón desconocía la existencia del vacío y, sobre todo, el valor finito de una suma de valores infinitamente pequeños, confundiendo así el infinito matemático con la divisibilidad material o, en todo caso, argumentaba a partir de la dificultad de explicar cómo una serie infinita de pasos o instantes pueden sumarse en una serie finita.
En otro argumento parecido, conocido con el nombre de paradoja de los granos de mijo, relatado por Simplicio, ataca la divisibilidad en lo tocante al sonido, llevando también las matemáticas pitagóricas al terreno de la física y lo material, en este caso, en el aspecto de la teoría musical: un solo grano de mijo, al caer, no hace ruido, ni lo hace tampoco una milésima parte de grano; pero sí hacen ruido al caer mil granos de trigo. ¿Es que los sonidos no pueden relacionarse entre sí como los objetos que causan los sonidos? ¿Dónde está, pues, el fundamento de la teoría musical de los pitagóricos, que relacionaban las proporciones matemáticas con las proporciones de las cuerdas en tensión?
2. Aquiles y la tortuga
La paradoja de Aquiles es el segundo argumento contra el movimiento. El semidiós Aquiles, el más veloz de los griegos, apuesta una carrera con uno de los más lentos animales terrestres, la tortuga. El guerrero (A) otorga magnánimo una ventaja al quelonio, que parte desde el punto T. Cuando Aquiles llegue a este punto, la tortuga, supone Zenón, habrá alcanzado otra ventaja (a), y aun cuando Aquiles llegue pronto a este punto, queda todavía otra ventaja más alcanzada por la tortuga; y así infinitamente (ver texto ). Aquiles no puede, con todos sus trabajos, alcanzar a la tortuga.
3. La dicotomía
Los males de Aquiles son peores de lo previsto, si se tiene en cuenta que, por la paradoja de la dicotomía, en realidad ni tan sólo puede moverse (Aristóteles, Física, VI, 9, 239b 9) o, en el mejor de los casos, no es capaz siquiera de competir consigo mismo en el estadio.
Para llegar, partiendo de un punto inicial (A) a otro punto determinado (C), Aquiles o cualquier cuerpo en movimiento, ha de atravesar antes el punto medio del espacio existente (B). Para llegar a esta mitad de camino, ha de pasar antes por el punto medio de dicha distancia (B'); y para llegar a esta nueva mitad de camino del anterior, ha de llegar también al punto medio de esta distancia (B''); y así indefinidamente, por lo que no es posible que Aquiles, o cualquier cuerpo en movimiento, en realidad se mueva.
4. La flecha
Tercera de las paradojas de Zenón que nos ha transmitido, entre otros, Aristóteles (Física VI, 9, 239b 5-7). Parte del supuesto de que un cuerpo en reposo ocupa un espacio «igual a sí mismo». Ahora bien, una flecha en movimiento ocupa también, para cada instante, un espacio igual a ella misma; por tanto, está en reposo.
5. El estadio
Cuarto argumento paradójico con que Zenón, al decir de Aristóteles (Física VI, 9, 239b 33) rebate la posibilidad de movimiento. Se basa, igual que los anteriores, en el supuesto pitagórico de que el espacio y el tiempo se componen de elementos mínimos puntuales e indivisibles. Habla de dos «cuerpos sólidos» o «masas» compuestas de estos elementos puntuales, y que cruzan su movimiento en un estadio, pasando por delante de otra masa igualmente compuesta del mismo número de elementos. Partiendo de una posición inicial (I) se llega a la definitiva (II), tras el movimiento.
Dos cuerpos B y C tienen movimientos contrarios, pero velocidades iguales. Al pasar de la posición inicial (I) a la posición de llegada (II), han realizado un movimiento contrario, de tal manera que, para cada instante, tan puntual y mínimo como los mismos elementos componentes de las masas A, B y C, mientras el cuerpo de B pasa por delante de dos elementos de A, utilizando dos instantes, el mismo cuerpo de B pasa por delante de cuatro elementos puntuales de C, utilizando para ello cuatro instantes. De modo que los B llevan a cabo, durante el mismo lapso de tiempo, dos movimientos distintos.
La fuerza de la paradoja se apoya en suponer que el tiempo, igual que el espacio, se compone de elementos indivisibles, tal como interpretaba Zenón a los pitagóricos, para quienes «las cosas se asemejaban a los números».
Todos estos argumentos no pretenden mostrar sólo la imposibilidad del movimiento, sino la imposibilidad del movimiento y de la divisibilidad, o pluralidad. Quien sostenga una u otra cosa carece de argumentos racionales y se ve abocado a la contradicción. No es posible conciliar movimiento y pluralidad, sin contradecirse. Tales argumentos, con tales supuestos, van dirigidos contra los pitagóricos, los pluralistas y los atomistas.
Paradoja de Quine
Variante de la paradojas del mentiroso, o de Epiménides, el cretense, que Quine formula de la siguiente manera: «"produce falsedad cuando se refiere a sí misma" produce falsedad cuando se refiere a sí misma». La expresión «produce falsedad cuando se refiere a sí misma» ( o produce falsedad cuando se cita a sí misma) es una manera de lograr un enunciado que se atribuya la falsedad a sí mismo de forma inequívoca y equivale a decir que aquella frase que afirma su propia falsedad citándose (mediante un entrecomillado) es falsa. Así cree Quine que evita todos los «escapes» lógicos que puede haber en otras formulaciones tradicionales, como en la paradojas del mentiroso, o en «esta frase es falsa», de la que se suele preguntar a qué frase se refiere.
Russell: Paradoja del barbero
Paradoja propuesta por Bertrand Russell, que la atribuye en 1918 a una fuente anónima, para divulgar su anterior paradoja sobre conjuntos, conocida con el nombre de paradoja de Russell de 1901. Se la considera como una pseudoparadoja, o más bien como un dilema que refleja una situación imposible.
Se formula de la siguiente manera: En un recóndito pueblo, rodeado de altas montañas y profundos abismos, el barbero afeita a todos y sólo a aquellos habitantes del pueblo que no se afeitan a sí mismos. ¿Quién afeita, entonces, al barbero? Si se afeita, entonces no se afeita; si no se afeita, entonces se afeita.
La conclusión paradójica se resuelve tras observar que es imposible que exista un barbero de estas características que se manifiestan contradictorias. La historia no puede ser verdadera, puesto que es contradictoria, del mismo modo que el enunciado con que se describe la paradoja no es un verdadero enunciado, porque es verdadero y falso a la vez.
Una de las más famosas paradojas de la historia del pensamiento, que mantiene semejanzas y relación con la paradojas del mentiroso y la paradoja del barbero, y con la que Russell provocó la crisis de la teoría de las clases y, con ella, la llamada «crisis de los fundamentos» de las matemáticas al poner de manifiesto la inconsistencia de la teoría «intuitiva» de conjuntos y de clases de Cantor y Frege.
Frege: la paradoja de Russell- Carta de Frege a Russell (22 de junio de 1902):
[...] «Su descubrimiento de la contradicción [paradoja] me produjo la mayor sorpresa, incluso, yo diría, la mayor consternación, porque ha hecho tambalear los cimientos sobre los que yo intentaba construir la aritmética. [...] Tengo que reflexionar nuevamente sobre la cuestión. Es una cuestión muy seria desde que, con la pérdida de mi Regla V, parece desvanecerse no sólo la fundamentación de mi aritmética, sino también la única fundamentación posible de la aritmética. [...]
El segundo volumen de mis Grundgesetze está próximo a aparecer. No cabe duda de que tendré que añadir un apéndice en donde su descubrimiento se tenga en cuenta».
(Tomado de E.W. Beth, Las paradojas de la lógica, Cuadernos Teorema, Universidad de Valencia, Valencia 1975, p. 71.)
Hay clases que son miembros de sí mismas (que se tienen a sí mismas como elementos o miembros); así, por ejemplo, la clase de «todas las clases» es también una clase, pero hay otras clases que no son miembros de sí mismas como, por ejemplo, la clase de «los días de la semana» que no es ella misma un día de la semana. ¿Qué sucede, en general, con la clase de todas las clases que no son miembros de sí mismas? ¿Es esta clase miembro de sí misma? Si es miembro de sí misma, no es miembro de sí misma. Si no es miembro de sí misma, es miembro de sí misma. Esta paradoja parece que puede resolverse como el dilema del barbero; parece que no puede existir tal clase, como parece que no puede existir un barbero contradictorio (que se afeita a sí mismo si y sólo si no se afeita a sí mismo). En realidad, lo que pone de manifiesto es que la noción misma de clase, definida como conjunto de elementos que satisfacen una misma condición de pertenencia, no es correcta o no es aplicable sin más a la noción de conjunto (a la noción «intuitiva» de conjunto). Para solucionar esta antinomia o paradoja sobre el conjunto de todos los conjuntos y otras relacionadas, Russell desarrolló la teoría de tipos.
Teoría de B. Russell
Está construida entre 1906 y 1908, y que formula en el Apéndice B de sus Principia Mathematica, para salir al paso de las dificultades planteadas por las paradojas semánticas, en especial la misma paradoja de Russell sobre «la clase de todas las clases que no son miembros de sí mismas», paradigma de paradojas, que descubre al averiguar que la noción de clase es en sí problemática. Si una clase es una entidad y, por serlo, se incluye en el conjunto de todas las cosas, caemos en contradicciones: si una clase es una «cosa», «se llega a la conclusión de que existen más clases de cosas que cosas», por ello, las clases no son «cosas», sino sólo una expresión, que puede emplearse correctamente o incorrectamente: una función proposicional.
La noción incorrecta de clase se pone de manifiesto cuando se analiza la noción de pertenencia a la clase. Las clases por lo común no son miembros de sí mismas: la clase de las cucharillas no es una cucharilla, la clase de los hombres no es un hombre, pero la clase de las cosas que no son una cucharilla no es tampoco una cucharilla y la clase de todas las clases es también una clase. Hay clases, pues, que son miembros de sí mismas y clases que no son miembros de sí mismas; y al considerar si la clase de todas las clases que no son miembros de sí mismas es o no miembro de sí misma, aparece la contradicción de la noción de clases en toda su evidencia: si lo es, no lo es y si no lo es, lo es. Al intentar hallar solución a este conflicto, que, a decir de Frege, ponía en peligro todos los fundamentos de la matemática, Russell crea su teoría de tipos, que en su forma más sencilla afirma que una clase es una función proposicional, cuyo significado depende del dominio de objetos que la hacen verdadera, con el explícitamente formulado principio del círculo vicioso, que prohíbe considerar la totalidad de una colección como formando parte de la misma colección. Hay tipos de clases, esto es, clases cuyos miembros son individuos, clases cuyos miembros son clases de individuos, clases cuyos miembros son clases de clases de individuos, etc., igual como existen individuos u objetos, propiedades de individuos y propiedades de propiedades de individuos, y así sucesivamente. Pero ninguna clase puede ser miembro de sí misma, y, por igual razón, la totalidad de elementos no es ella misma un elemento, sino una clase de tipo superior. No existe una «clase todas las clases», sino simplemente una clase de tipo o nivel superior al resto de tipos de claseA posteriores dificultades que surgieron en la interpretación de las clases como funciones proposicionales, Russell procuró responder con su teoría ramificada de los tipos. La teoría ramificada de los tipos (construida para solucionar las paradojas semánticas, por ejemplo, la del mentiroso) añade a la denominada teoría simple de tipos la noción de distinción de órdenes o jerarquías de predicados, dentro del mismo tipo. La teoría simple de tipos prohíbe que una propiedad se aplique a sí misma y establece una jerarquía de niveles o tipos; la teoría ramificada establece distintos órdenes dentro del mismo tipo lógico y prohíbe que un predicado general se aplique con igual sentido a distintos órdenes. Según esta teoría, no se permiten otras expresiones sobre clases que aquellas que nombran clases cuyos miembros son de un orden inmediatamente inferior a la clase a que pertenecen. Así, no existe una clase cuyos miembros sean clases y, por lo mismo, los miembros de una clase (de individuos) no son sino individuos, y en modo alguno clases. Pero existe la familia de clases cuyos miembros son clases.La teoría, al distinguir distintos niveles de tipos de predicado, permite evitar las contradicciones de determinadas paradojas. Al decir «la clase de las clases cuyos miembros no son miembros de sí mismas es miembro de sí misma» no hacemos sino construir mal una frase, que no resulta ni verdadera ni falsa, sino una frase sin sentido. De modo que, por ejemplo, hay entidades heterológicas, pero de ellas no podemos cuestionarnos si son o no son ellas mismas «heterológicas»: lo que decimos o negamos, como propiedad, de las entidades o cosas no puede ser afirmado o negado de la misma propiedad.La teoría de tipos de Russell reafirma la idea de que no es posible contemplar todos los objetos como pertenecientes a un mismo nivel de realidad (lingüística, por lo menos), pero experimentó dificultades en el terreno de las matemáticas y, por lo demás, tampoco se ha probado como un elemento necesario de todo lenguaje, formal u ordinario, para resolver los problemas de la autorreferencia.La nueva noción de clase le permitió a Russell terminar la redacción interrumpida de los Principia Mathematica, pero la teoría de tipos no ha sido considerada necesaria para resolver paradojas sobre clases ni toda clase de autorreferencia ha sido considerada viciosa.
Paradoja del mentiroso
Una de las más antiguas paradojas semánticas, atribuida a Eubúlides de Megara o bien, según otros, a Epiménides de Cnossos. Parece que en su versión inicial se formula de la siguiente manera: «Epiménides, el cretense, dice "todos los cretenses son mentirosos"». ¿Miente Epiménides o dice la verdad? La respuesta es que miente y a la vez dice verdad, lo cual hace de la frase un pseudoenunciado, o un enunciado mal construido. Esta paradoja preocupó mucho a los antiguos y se dice que Crisipo, filósofo estoico del s. III a.C., escribió sobre ella seis tratados y que Filetas de Cos murió por no haber sabido darle solución, según reza su epitafio:
Soy Filetas de Cos.
El Mentiroso me hizo morir
y las noches de insomnio que tuve por su causa.
En el Nuevo Testamento, san Pablo se refiere seguramente a esta paradoja, cuando dice:
«Fue un cretense precisamente, profeta entre los suyos, quien dijo:
"Los cretenses son siempre embusteros,
malas bestias, glotones ociosos"
¡Y a fe que es verdadero este testimonio!» (Tito 1, 12-13).
Otras versiones plantean más simplemente: «Lo que digo es falso», formulación que se denomina del «Pseudomenon», o bien: «Este enunciado es falso». La paradoja del mentiroso, con todas sus variantes, ha tenido como función replantear las nociones de verdad y falsedad y las dificultades lingüísticas de la autorreferencia.
Paradoja del montón
Atribuida a Eubúlides de Megara, se pregunta «¿cuántos granos de trigo son necesarios para constituir un montón?». Puesto que, en griego, soreites es montón se llama también «sorites», y ésta es la palabra con que se designa a toda paradoja basada en la vaguedad de los términos del lenguaje ordinario. (¿Cuántos cabellos es necesario perder para que un hombre se quede calvo? ). Suponiendo que disponemos de un montón de granos de trigo, si quitamos un grano queda todavía un montón. Si quitamos otro grano, queda también todavía un montón. Y así sucesivamente. Por lo que decimos que un grano no forma un montón y que tampoco por un grano menos deja de existir un montón. Y ambas cosas son afirmaciones paradójicas, puesto que implican o que no existen montones de trigo o que no pueden dejar de existir.
Paradojas de la confirmación
Son paradojas que manifiestan los problemas que podemos hallar en la inducción, al suponer verdadera la afirmación (a) de que: «toda generalización se confirma por cualquiera de sus casos particulares». Básicamente, se trata de las paradojas de Hempel y de Goodman. La paradoja de Hempel lleva a la extraña conclusión de tener que aceptar que la observación de «cosas que no son negras y no son cuervos» confirma la hipótesis «todos los cuervos son negros».
Partiendo de que la observación de un «cuervo negro» confirma la generalización o hipótesis inicial «todos los cuervos son negros»; de que la confirmación de una hipótesis equivalente a la inicial es también confirmación de esta hipótesis, y de la propiedad lógica de que una hipótesis y su contrapositiva son equivalentes, se llega a la afirmación de que la observación de «cosas que no son negras y no son cuervos» confirma la hipótesis «todos los cuervos son negros».
La conclusión, correcta en estricta lógica, resulta paradójica (no se trata de una paradoja formal), puesto que nos obliga a admitir que cualquier cosa observada que no sea un cuervo y no sea negra», como puede ser un «zapato blanco» o un «violín color caoba», confirma que «todos los cuervos son negros», dado que confirma la hipótesis equivalente «todo lo que no es una cosa negra no es un cuervo», lo cual no deja de ser absurdo, puesto que, por este camino, podríamos construir una ciencia sin referirnos nunca a su objeto propio de estudio, o podríamos hablar sobre pájaros hablando de violines.
Entre las diversas respuestas a la paradoja de Hempel tenemos la de John Perry y Michael Bratman “el nuevo enigma de la inducción”:
“Normalmente suponemos que es posible confirmar una hipótesis general sometiendo a examen instancias de la misma y que este proceso de inducción resulta útil para orientar nuestras vidas. Por ejemplo, damos por supuesto que observaciones repetidas de esmeraldas verdes y el hecho de que no observemos ninguna que no sea verde sirve como confirmación de la hipótesis de que todas las esmeraldas son verdes. Por lo mismo, es razonable esperar que la próxima esmeralda que examinemos sea también verde, mientras no dispongamos de otras evidencias en contra. Pero, en realidad, esta confirmación no proporciona base alguna para fundamentar en ella ninguna de estas expectativas y, por lo mismo, la inducción es absolutamente inútil.
Supongamos que estamos en 1 de enero de 1987 y que todas las esmeraldas que hemos examinado eran de color verde. Este hecho parece dar apoyo a la hipótesis de que todas las esmeraldas son verdes y que hace totalmente racional, estando las cosas en las mismas circunstancias, esperar que la próxima esmeralda que examinemos sea también de color verde.
Pero, apliquemos la palabra verzul a cosas sólo si:
(1) Se examinan antes del 1 de enero de 1987 y son verdes.
(2) No se han examinado antes del 1 de enero de 1987 y son
azules.
Todas las esmeraldas examinadas antes del 1 de enero de 1987 son tan verzules como verdes. Por ello, nuestras observaciones hasta esta fecha apoyan la tesis de que todas las esmeraldas son verzules en la misma medida en que apoyan la tesis de que todas las esmeraldas son verdes. De aquí que nuestras observaciones sean suficiente razón para esperar que la siguiente esmeralda que examinemos sea verzul como para esperar que sea verde. Pero, si la próxima esmeralda que examinamos es verzul, también es azul, y no ya verde. De modo que nuestras observaciones nos proporcionan tanta razón de esperar que la próxima esmeralda que examinemos sea azul como para esperar que sea verde. Pero, evidentemente, podemos repetir el mismo razonamiento para mostrar que tenemos tanta razón para esperar que la próxima esmeralda que examinemos sea de cualquier otro color que no sea el verde. Por ejemplo, podríamos repetir el razonamiento usando el término verrojo (gred), que se aplique a cosas examinadas antes del 1 de enero de 1987, si son verdes, y a otras cosas si son rojas. Así que nuestras observaciones no nos proporcionan más razones para esperar que la próxima esmeralda examinada sea verde que para esperar que sea azul o roja o de cualquier otro color. Por lo que, contrariamente a lo que supusimos como plausible, la inducción es del todo inútil.
(Puzzles and paradoxes, en Introduction to Philosophy. Classical and Contemporary Readings , Oxford University Press, Nueva York-Oxford 1986, p. 798.)
Todas concuerdan en destacar el lado débil de la inducción: la insistencia en que el fundamento de la inducción es la posibilidad de confirmación lleva a plantear la cuestión de si también la observación irrelevante confirma una hipótesis. La necesidad de precisar cuál es la observación que confirma una hipótesis y cuál no la confirma sugiere que no es conveniente admitir, sin más, que «toda generalización se confirma por cualquiera de sus casos particulares», y a la postre que el falsacionismo es, en todo caso, una mejor fundamentación científica de las hipótesis.
Se combate la verdad del supuesto inicial (a), partiendo de la base de que la dificultad no está en el hecho de suponer que el futuro será semejante al pasado, sino en la dificultad de precisar la manera como entendemos que la naturaleza es uniforme. Para ello inventa el término verzul, cuyo significado, por definición estipulativa, comprende «aquellas cosas que han sido observadas y son verdes con anterioridad al momento t, y aquellas cosas que no han sido observadas y son azules, con posterioridad al momento t». Si suponemos que el momento t en cuestión es un tiempo próximamente futuro, tendremos que todas las esmeralda observadas hasta este momento son verdes y también verzules, por lo que hasta este momento t es tan posible decir que «todas las esmeraldas son verdes» como que «todas las esmeraldas son verzules». Pero las esmeraldas «verzules» (observadas) serán azules en el tiempo posterior a t, mientras que no lo serán las verdes. Éstas no nos permiten predecir, basados en su observación, que «todas las esmeraldas son verzules» también en un tiempo posterior a t, mientras que la observación de esmeraldas verzules -o, mejor, el empleo que hacemos del témino verzul- sí nos permite ampliar la predicción hasta el tiempo posterior a t del futuro. Pero hemos observado las mismas cosas y su observación nos permite y no nos permite predecir el futuro de una forma determinada.
Goodman insiste en que la predicción -la aplicación de la observación al futuro- depende de las categorías mentales o lingüísticas con que la hacemos; la predicción es función de estas categorías, y proyectamos hacia el futuro la observación actual de acuerdo con nuestra manera de entender las cosas y de describirlas. El «nuevo problema de la inducción», a decir de Goodman, destaca no la dificultad de justificar que el futuro ha de ser conforme al pasado, sino la de justificar por qué se «proyectan» hacia el futuro determinados predicados (los términos en que se hace la predicción) y no otros.
A. O'Hear: sobre la paradoja de Goodman:
La argumentación que hace Goodman es que la manera como generalizamos del pasado al futuro depende sobre todo de las categorías que usamos para clasificar cosas en el mundo. Si, por ejemplo, estamos mirando plantas en términos de la forma que tienen y descubrimos que todos los tréboles examinados tienen tres hojas, inferiremos naturalmente que todo el trébol del futuro tendrá igualmente tres hojas. Si, por otro lado, no hemos estado interesados en la forma que tienen las plantas, o si no tuviéramos el concepto «tres», no es probable que hubiésemos hecho aquella inferencia, aun en el caso de que hasta aquel momento no hubiéramos visto más que tréboles de tres hojas (naturalmente, sin darnos cuenta). Goodman, no obstante, no precisa cómo generalizamos partiendo de las categorías que ahora tenemos. También argumenta que dos tipos de personas pueden acercarse a los mismos hechos con distintas categorías y llegar a conclusiones diferentes sobre sucesos futuros de la misma clase de cosas. El hecho de tener categorías distintas, en otras palabras, les llevará a tener expectativas distintas sobre el futuro, aun partiendo de hechos idénticos.
(An Introduction to the Philosophy of Science, Clarendon Press, Oxford 1989, p. 29-30.)
El problema de la inducción tal como la plantea sobre todo Nelson Goodman, pone el acento no en cómo se justifica racionalmente nuestra confianza en que el futuro será semejante al pasado, sino en qué nos fundamentamos para esperar que el futuro confirme precisamente determinadas predicciones y no otras.
La paradoja de Goodman con la que se plantea este problema es conocida también como una de las paradojas de la confirmación, se alude directamente a qué tipo de buenas razones nos hacen decidir por una hipótesis con preferencia a otra. Para Karl R. Popper, estas y otras dificultades sugieren substituir la idea de confirmación de una hipótesis por la de corroboración de una hipótesis. (Cfr. Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu., “Diccionario de filosofía”. Editorial Herder S.A., Barcelona. 1996.)
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